Precisamente ayer tarde, buscando una antología poética, encontré casualmente una vieja edición de una novela que ya creía extraviada para siempre. Es una edición barata, en rústico, casi completamente desencuadernada. Pero a esta edición de bolsillo le tengo una especial querencia ya que fue con ella la primera vez que leí los furiosos embates de la ballena blanca.
Su autor escribió un total de diez novelas, más de una decena de cuentos y un centenar de poemas, pero sobre todo escribió una fábula inolvidable. Una obra global y apocalíptica, donde el hombre y su destino están condenados a una lucha ininterrumpida contra uno mismo, en un intento acaso de recuperar su propia alma. Pero no es un filósofo, sólo es un novelista que precisa captar a los lectores y juega con la intuición y despliega los recursos del simbolismo para expresar sus inquietudes metafísicas. Su texto es una oscura e inquietante exploración sobre la naturaleza del mal. Y a la vez un extraño sondeo en la propia conciencia.
Escribió esta novela en 1851, tenía ya 32 años y fue acogida con indiferencia. La obra esconde una alegoría sobre el mal representado por una ballena, un monstruo de las profundidades marítimas, que ataca y destruye; pero el germen maligno también anida en la figura del capitán Ahab, el patrón del ballenero Pequod, dispuesto a zarpar del puerto de Nantucket, un bergantín cuyos pescantes son de huesos de cetáceo. Capitán al que la gran ballena blanca le arrancó su pierna derecha, a la altura de la rodilla, y que personifica la perversidad absurda y obstinada arrastrando a la muerte, en su venganza personal, a los tripulantes del bergantín, salvo un joven marinero llamado Ismael.
Como digo, es Ismael el único superviviente del desastre, flotando amarrado a un ataúd, quien nos relata la historia. Quizás sea Ismael algo así como el representante del ser humano, que se opone a la irracionalidad que rige a bordo de la nave y nos narra con voz propia los misterios inescrutables del mar, su inmensidad y el poder infinito de la naturaleza. Un lúcido testigo de la ambición suicida del capitán Ahab, que pretende imponer su supremacía sobre las fuerzas ciegas de la naturaleza. Hay cierta dignidad en su actitud, en esta insumisión de no aceptar la pequeñez humana, y en su retórica laten ecos shakesperianos.
El escritor dijo en cierta ocasión: Sólo cuando el hombre ha sido vencido puede descubrir su verdadera grandeza.
Queda uno en verdad fascinado por el esplendor del texto, la presencia inquietante del gran cachalote blanco, la inmensidad profunda de los mares, la ferocidad insaciable de los tiburones, la belleza de los pájaros marinos, así como por una galería de personajes inolvidables para cualquier lector: el primer oficial señor Starbuck, Stubb, Peleg, los arponeros Queequeg, Daggoo, el parsi Fedallah, el carpintero del barco o el apocalíptico reverendo Mapple.
Se enroló, con apenas veinte años, en un carguero y pronto conocerá los bajos fondos de las ciudades portuarias, la sórdida vida a bordo, la truhanería de la tripulación, el despotismo de los oficiales y la soledad en las largas noches de vigilia. Igualmente experimentó el furor de las tempestades y los días de calma chicha.
Para su inspiración literaria, el Pacífico Sur se erigió en el escenario hermoso y a la vez cruel y siempre imprevisible. Declaró en cierta ocasión que el mar fue su verdadera universidad. Quiso demostrar, acaso, en el espacio infinito de los océanos la insignificancia de la criatura humana. El escritor emprende esta primera singladura que dura casi tres años y a su regreso considera que la aventura ha finalizado, se considera ya una persona madura y siente la necesidad de escribir. El hombre que desembarca en Boston, en octubre de 1844, es un ser distinto al joven enfermizo de antaño; viene curtido por los alisios y el sol de los trópicos, ducho en los vicios humanos y considera que ha llegado el momento de narrar sus vicisitudes.
Frente al puritanismo que impregna en aquellos años la sociedad culta de los Estados Unidos, él es un tipo que vive inmerso en muchas contradicciones. Bascula entre la obsesión del pecado y el ansia por salvarse, buceando desesperadamente entre la oscuridad de lo inexplicable y la transgresión que lleva implícita la atracción por el riesgo.
En 1856 se publicó una novela corta, cuyo protagonista es una especie de ser fantasmagórico, un individuo que cumple en principio, de forma estricta, confinado en una sórdida oficina, su labor de copista de documentos, negándose más tarde a corregir ningún documento. Puede verse en este personaje y en su habitual frase: “Preferiría no hacerlo”, una forma de reivindicación, casi implacable, de la nada pura y absoluta. La inacción deliberada. Al final, este escribano, paradigma del absurdo, muere por inanición. Es un personaje que prefigura el cosmos kafkiano y convierte a su autor en nuestro contemporáneo.
Salvo algunos poemas, no volverá a publicar durante casi treinta largos años. Se convierte en un rutinario funcionario de aduanas del puerto de Nueva York y sufre la muerte de dos hijos varones, el mayor, Malcom, se suicidará en la casa familiar, de un tiro en la cabeza, a los 18 años, y su otro hijo, Stanwix, morirá a los 36 años de tuberculosis, tragedia que acentúa el carácter sombrío del escritor.
Un par de años antes de morir, comienza a escribir su última parábola, una reflexión sobre el bien y el mal y la frágil línea que los separa. La historia de un joven y honesto marino reclutado forzosamente para un buque de guerra inglés. Acusado falsamente por el infame maestro de armas de conspirar, e incapaz de defenderse verbalmente, golpea y mata accidentalmente a su calumniador. Es condenado y colgado una madrugada en la propia embarcación. Escribió esta obra póstuma a lápiz y la guardó en el fondo de un baúl y no será hasta después de su muerte cuando es hallada casualmente por su esposa, y no se publicó hasta 1924.
Escribió: Juego con el corazón de quien me lee; pues quien no siente, lee en vano. Posiblemente la respuesta que siempre buscó solamente la podía encontrar en la inmensidad de la mar: Ya estoy harto de las penas y cuidados de la tierra firme; basta de polvo y del humo de las ciudades. Déjame oír el crepitar del granizo y de los icebergs mejor que el paso indeciso de esos caminantes que recorren su mortecina senda desde la cuna a la tumba…
Murió en el más completo olvido en 1891, a los setenta y dos años de edad.
Sigue lloviendo afuera y el viento racheado sigue sacudiendo las persianas. A estas horas de la madrugada, y en el silencio de la casa, uno se siente sobrecogido y rememora una de aquellas tormentas oceánicas, a bordo de una nave, en alta mar, en el vaivén persistente de las olas y del viento huracanado; cree incluso oír el ruido de la pierna de marfil del patrón retumbando en la cubierta. Cuando más tarde, ya en el lecho, trato de dormir, en la duermevela me asalta la imagen del postrer saludo del capitán Ahab, atenazado, sin remedio, por sogas y garfios a lomo de la ballena blanca, hasta que desaparece para siempre en el fondo del océano.
HERMAN MELVILLE. Nueva York, 1819-1891
José Costero. Mémora de voces (2022)